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martes, 18 de octubre de 2011

Niños de agua

Le cogía de la mano. El camino siempre se hacía más corto si le cogía del dedo más pequeño de la mano izquierda. Ella tenía paciencia. Parecía que nunca tuviera prisa. Ella se sabía el camino de memoria, lo llevaba haciendo desde que tenía su misma edad. Y ella siempre sonreía. Y luego le contaba historias. De su madre, de la lluvia, de los leones, de la tierra.

A veces le apretaba demasiado fuerte el dedo. Cuando se ponía nervioso. Siempre por las historias que ella le contaba, porque quería saber por anticipado el final.

A mitad de camino, solían pararse y sentarse en cualquier lugar. Buscaban la sombra y contemplaban el horizonte. Y escuchaban el silencio. Se miraban, y a él le entraba una risa muy tonta que también se le contagiaba a ella.

Cuando las fuerzas volvían a su cuerpo, comenzaban de nuevo el camino. Él le volvía a coger del dedo, pero ahora ya no hablaban. Solo avanzaban. Hasta llegar a su destino: un pozo de agua. Siempre había largas colas. Pero la espera merecía la pena, porque su abuela preguntaba por los maridos a las demás mujeres. Él llenaba una vieja garrafa de agua. Bebía un poquito. Y volvía a coger con fuerza el dedo de la mano izquierda.

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