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lunes, 28 de marzo de 2016

El sentido de los 30

A uno de mis primos, en una de sus prácticas del máster que está realizando, le dieron un ovillo de lana. Mientras lo sostenía, el tutor le preguntó qué había aprendido a lo largo de las charlas, las lecturas, las experiencias y las clases magistrales del año. Él respondió, hilo en mano, que acababa el curso con bastantes más dudas que cuando lo empezó. A mí, que en la siguiente esquina me esperan los 30, me sucede lo mismo. Me enfrento a la nueva década con muchas preguntas con respuestas a medias.

Resulta que mi familiar, el que hablaba jugueteando con un trozo de lana, asistía a un curso sobre El sentido de la vida, cuyo temario gira en torno al libro titulado El hombre en busca de sentido de Víktor Frankl. En sus páginas, el psiquiatra narra su propia vivencia en un campo de concentración. Recuerdo levemente que yo también leí ese libro durante el máster que estudié. Y me pareció muy duro. Especialmente por la historia, pero también porque fue mi primer intento de responder a la difícil cuestión que se plantea.

Lo que no sé, y tampoco sabía entonces, es que existe una gran diferencia entre el significado y el sentido de la vida. Creo que llegados a esta edad a una le deberían de ofrecer el comodín del público para conseguir una pista, porque todavía no he encontrado el abismo que separa ambas palabras. Ni la distancia entre lo que es y lo que querría haber sido. Aun estoy pensando en las 43 veces que tendré que mudarme de casa hasta dar con la perfecta. En las mentiras que escucharé antes de que fluyan de su boca las palabras adecuadas o en los kilómetros que me quedan por volar para conocer una nueva cafetería con vistas al mar.

Lo intenté: "¿Puede ser el sentido de la vida convertirte en el jefe de tu departamento, tener siete hijos o dar la vuelta al mundo?". Pues no, me respondió.

Creo que a partir de ahora lo buscaré con la película de los Monty Python. Ojalá me aclare algo, y sino me echaré unas risas. Que reírse de la vida sí que tiene sentido.


Esta foto la encontré por la red.


martes, 15 de marzo de 2016

Los límites del bien

Las personas hacen lo que pueden. A veces, es poquito. Cada habitante de la Tierra equivale a un grano de arena del desierto del Gobi o a una gota de agua del Mar del Norte. Así que su margen de maniobra para cambiar los asuntos que conciernen al mundo es bastante escaso. A pesar de esa dificultad inicial, que invita con fuerza a dejarlo todo al azar de las grandes corporaciones, de las facturas y de la telebasura, existen personas que se comportan con decencia, como es el caso de una ciudadana danesa y su marido, quienes ayudaron a una familia de refugiados sirios a cruzar la frontera. Les invitaron a sentarse en su misma mesa, les sirvieron leche templada y les ofrecieron galletas. Una propuesta bastante aceptable si tenemos en cuenta que toda la familia llevaba días caminando bajo la lluvia y que previamente se habían quemado con el sol. Sin embargo, esta pareja cruzó la raya del bien, que no la del mal. Uno puede dar una limosna a un mendigo que se encuentra en una Iglesia, pero jamás debe invitarlo a su casa. Los telespectadores se alarmaron cuando el pequeño Aylan pereció ahogado en una playa, pero no se inmutan cuando los niños pasan las noches en tiendas de campaña que flotan en el agua como consecuencia de las lluvias torrenciales. Se recomienda reciclar, al final es un gran negocio para ciertas empresas, pero no es aceptable utilizar placas fotovoltaicas para mantener una casa caliente. Simulan una libertad que no puedes expresar con palabras desde que se aprobó la Ley Mordaza. Las personas deben comportarse con decencia, pero no con demasiada. De lo contrario, la pirámide no aguanta.

La luna con el arcoíris. Esta imagen representa la frase de los niños: "Te quiero hasta la luna"

Escuché una vez que todas las buenas personas acaban en la cárcel (o en su defecto pagando multas elevadas) porque la legalidad y la moralidad coinciden en contadas circunstancias. El concepto del bien, que aprendimos en el colegio que pertenecía al grupo de los incontables, tiene que respetar el status quo. Al igual que el bien, el miedo a la muerte se mide en una escala de cero a diez. Ni siquiera las madres pueden tener un amor infinito por sus hijos. Ni los niños pueden querer a sus abuelos "de aquí hasta la luna". Porque si todo se puede medir, significa que tiene un límite. Y allí nos encontramos de forma egoísta, en la frontera del bien en la que pocos dramas se divisan. La suela de los zapatos está rozando la línea, pero no nos atrevemos a alcanzar la decencia.