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domingo, 12 de julio de 2015

Ahora que ya no somos desconocidos II

En este rincón de la Tierra no existe el tiempo. Los relojes se aferran de forma inhumana a las paredes a medio derruir. Las manecillas de los aparatos dejan de funcionar cada vez que cae una bomba en la ciudad fantasma. Marcan siempre las 11 de la mañana, de ningún día concreto, de un mes cualquiera del año de la Guerra.

Él seguía con ese gesto tan suyo de lloro mudo, y todavía utilizaba sus manitas sucias para tapar sus oídos. Al niño, se le había olvidado cómo llorar. Al igual que a su abuelo, quien permanecía sentado a escasos metros del niño tratando de invocar a Dios mediante las bolas amarillas de su tasbih. Quería pedirle protección. En el último año, la familia se había visto reducida a tres miembros: el niño, el padre y el abuelo. Las entrañas de la madre volaron por los aires cuando pisó una bomba. Al hermano mayor, los soldados le pegaron un tiro mientras simulaba disparar con un arma imaginaria a sus amigos. Tenía cinco años.

Abuelo y niño no son capaces de mirarse, no soportan ver reflejado en los ojos del otro su propio dolor, por eso observan las manecillas estropeadas del reloj. Ambos se parecen demasiado. Son igual de reservados. Son igual de parcos en palabras. El niño no ha abierto la boca desde que nació. Una vez estuvo a punto de hacerlo, pero el sonido de las sirenas que avisaban de nuevos ataques le paralizó. Se hizo pis. Y el abuelo solo habla en contadas ocasiones. Es la economía de la guerra.

Se ponen de pie. Fuera hace un día soleado. Si no fuera por la muerte que sobrevuela sus cabezas o por el paisaje inhóspito de la ciudad, podría decirse que hace un día bonito. Nieto y abuelo arrastran los pies en dirección al Norte de la ciudad en busca de nuevas provisiones. Uno al lado del otro. De repente, el niño empieza a correr hasta llegar al que fue el patio de una casa. Se queda mirándola. Allí está. La belleza de una flor sobresale entre la suciedad de la muerte. El niño tiene la tentación de arrancarla. Pero espera. Escucha la respiración irregular de su abuelo que acaba de alcanzarle y permanece a su lado de nuevo.  Entonces, ve a su abuelo llorar. No entiende bien el significado de su llanto, pero comprende que es importante dejar la flor en el mismo lugar donde nació.

P.D. Este post es la continuación de Ahora que ya no somos desconocidos. Seguimos siendo conocidos, a pesar de que la historia de este niño ya no salga en las noticias. Su situación es la misma y las instituciones siguen dejando morir a los civiles.
 

jueves, 9 de julio de 2015

Verano en la ciudad

Una vive esta época del año al amparo de la oscuridad, con las persianas bajadas por completo para evitar derretirse, con sesiones de ducha de agua fría varias veces al día, y esperando la ola de calor definitiva que me empuje hacia el centro comercial más cercano a comprar un ventilador. Llega el verano y con él las vacaciones, pero las mías, y por decisión propia, son como las del Guadiana. Lo que se traduce en que entre playa y montaña piso fuerte el asfalto de Madrid con el objetivo de poner al día asuntos pendientes, de los que aparco a un lado de mi vida cotidiana hasta que encuentro el tiempo necesario para resolverlos.

En realidad, no me pongo al día, los termómetros me lo impiden, así que me arrastro por las calles desiertas que separan mi casa de cualquier lugar con aire acondicionado sosteniendo entre los dedos la concha a la que trasladé de forma forzosa a la capital, para recordar el sabor de las vacaciones, a la vez que pienso en el extraño vínculo que he establecido con el juguete marino. Los expertos dicen que la felicidad consiste en las pequeñas cosas, a la par que recomiendan a la gente andar descalza y hablar con las plantas. O en frotarte la barbilla con un Diente de León para saber si estás enamorado. Claro que los especialistas no conocen mi particular síndrome de Diógenes. De ser así, nunca hubieran dado semejante consejo.

Hubo una época en la que siempre iba acompañada de un elefante, y en otra de una campana de la suerte. Por no hablar de mis manoplas islandesas (que salen en invierno). En mis bolsos nunca hay pañuelos (tan útiles en la mayoría de las ocasiones) sino objetos con historia y libretas a medias. Nada de esto baja la temperatura, pero por lo menos me hacen compañía  y me ayudan a superar mi verano en la ciudad.