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jueves, 9 de julio de 2015

Verano en la ciudad

Una vive esta época del año al amparo de la oscuridad, con las persianas bajadas por completo para evitar derretirse, con sesiones de ducha de agua fría varias veces al día, y esperando la ola de calor definitiva que me empuje hacia el centro comercial más cercano a comprar un ventilador. Llega el verano y con él las vacaciones, pero las mías, y por decisión propia, son como las del Guadiana. Lo que se traduce en que entre playa y montaña piso fuerte el asfalto de Madrid con el objetivo de poner al día asuntos pendientes, de los que aparco a un lado de mi vida cotidiana hasta que encuentro el tiempo necesario para resolverlos.

En realidad, no me pongo al día, los termómetros me lo impiden, así que me arrastro por las calles desiertas que separan mi casa de cualquier lugar con aire acondicionado sosteniendo entre los dedos la concha a la que trasladé de forma forzosa a la capital, para recordar el sabor de las vacaciones, a la vez que pienso en el extraño vínculo que he establecido con el juguete marino. Los expertos dicen que la felicidad consiste en las pequeñas cosas, a la par que recomiendan a la gente andar descalza y hablar con las plantas. O en frotarte la barbilla con un Diente de León para saber si estás enamorado. Claro que los especialistas no conocen mi particular síndrome de Diógenes. De ser así, nunca hubieran dado semejante consejo.

Hubo una época en la que siempre iba acompañada de un elefante, y en otra de una campana de la suerte. Por no hablar de mis manoplas islandesas (que salen en invierno). En mis bolsos nunca hay pañuelos (tan útiles en la mayoría de las ocasiones) sino objetos con historia y libretas a medias. Nada de esto baja la temperatura, pero por lo menos me hacen compañía  y me ayudan a superar mi verano en la ciudad.

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