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miércoles, 8 de febrero de 2012

La gata y el pájaro

Cuando se conocieron, se quedó muda. Apenas un hilo de voz salía de su boca, balbuceaba. Él, en cambio, siempre cantaba con una potente voz todas las mañanas. Interpretaba ópera, aunque también conocía algunos clásicos del pop. Otros días hasta entonaba rock inglés. Minutos antes del recital sin público hacía gárgaras para afinar las cuerdas vocales. No le daba vergüenza que ella lo viera. Él siempre decía que el miedo escénico lo había perdido mucho tiempo atrás, al igual que otras cosas. Su música era para él una terapia, una cura de optimismo frente al mundo que veía desenfocado. Siempre se sentía atrapado.


Tiempo después, ella empezó a hablar. De todo y de nada. De ella, pero también de él. Del aire que les separaba. Y así comenzó todo, en la terraza de ladrillo de un séptimo piso.

En julio a él le comenzó a faltar el aire y le daba lecciones de Filosofía. También cerraba los ojos y recordaba su vida. Y ella, que por aquel entonces comenzaba a llevar coloridos collares, le escuchaba, pero no le oía. Solo le miraba. Y sentía que volaba.

Cuando dejaba de ser leve, ella le confesaba su soledad. La de antes de conocerle. De su miedo al agua y su rechazo a los cítricos en general, y a los limones en particular. También le hablaba de su niñez, de cuando vivía con sus cuatro hermanos, que eran mucho más blancos de piel. Mientras le decía su verdad, se paseaba de puntillas delante de la presencia de él. Perfumada y atractiva controlaba cada sigiloso movimiento. Él centraba su mirada en sus ojos, que eran de un tono tan peculiar que casi nadie sabe describir, que pocos saben leer y que sólo él logró comprender.

La verdad es que los dos se amaban bien, a pesar de que ella fuera una gata y él un pájaro.

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