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sábado, 3 de noviembre de 2018

La luz de los días de lluvia

Hace unas semanas contemplé, por primera vez, uno de mis cuadros favoritos: El beso, de Gustav Klimt. A lo largo de la historia, muchos pintores también han plasmado esta escena en sus creaciones. Sin embargo, esta obra maestra del arte contemporáneo logró conmoverme. La pintura me convenció, por unos segundos, de que el mundo tenía sentido. Entendí que la vida al final es la suma de momentos como aquel.


El beso, de Gustav Klimt.

Esta misma sensación la tuve hace un año en una estación de metro de Nueva York. Mientras cientos de personas respirábamos el aire del mundo suburbano aguardando nuestro tren, una pareja muy joven interpretaba All of me, de John Legend. El sonido del violín y la voz del chico consiguieron lo imposible: que todos los pasajeros les mirásemos embobados en silencio. Tan solo se escuchaba el ruido de los metros que pasaban de largo por la estación. Nadie se atrevió a tomar su camino a casa; y eso son palabras mayores cuando se habla de una ciudad tan dura y en la que por desgracia las distancias son muy largas.


En realidad, cada persona comprende que la vida es finita en un instante diferente. Yo suelo ser consciente cuando leo un libro, observo una pintura o escucho una canción. De hecho, muchas veces fantaseo con la idea de dedicarme única y exclusivamente al mundo contemplativo, al intento constante de alcanzar la belleza, a abrazar una especie de eternidad. Sin embargo, esta no es fácil de atrapar. Aparece cuando menos te lo esperas. A veces simplemente es la luz de un día de lluvia.







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